Lo que diferencia al actual round del conflicto en torno al enclave armenio de Nagorno Karabaj respecto de los anteriores es la irrupción de Turquía, no precisamente como amable componedor, sino como beligerante, al lado de una de las partes, Azerbaiyán.   

El gobierno del presidente Erdogan no solo apoya y alienta públicamente la acción de los azeríes en busca de recuperar el control de ese pedazo de tierra y de otros territorios que perdieron tras los enfrentamientos ocurridos entre 1991 y 1994; también les ha proporcionado armas y ha enviado mercenarios sirios a las zonas de combate, según denuncias confirmadas por diversas fuentes.

Como consecuencia de ello, se hace más difícil para Rusia cumplir su habitual papel de mediación y de imposición de un alto al fuego entre las dos repúblicas, que son sus aliadas y forman parte de su área de influencia. Existe entonces un mayor riesgo de escalamiento de la violencia hacia una guerra generalizada.

Al mismo tiempo, se abre un nuevo frente de competencia geopolítica entre rusos y turcos, a pesar de los estrechos vínculos que, por otro lado, los unen. En efecto, ya se encuentran en bandos opuestos en los escenarios sirio y libio.

Esta nueva situación obedece, sin duda, a la creciente agresividad de Ankara en el escenario internacional, inspirada en la afiebrada pretensión de Erdogan de resucitar de alguna manera el imperio otomano, y que también lo está llevando a fricciones inquietantes con otros países como Grecia, Chipre y Francia.

Ciertamente, el conflicto entre Azerbaiyán y Armenia parece de muy difícil resolución a través de la negociación diplomática, pues está en juego un territorio que, legalmente, pertenece al primero, pero que está poblado por armenios; estos, a falta de poder incorporarse a lo que vendría a ser la “Madre Patria”, han creado un estado que nadie reconoce, pero que están decididos a defender con uñas y dientes. Sin embargo, está claro también que una guerra abierta sería una catástrofe, no solo para ambas partes, sino para toda la región, y con consecuencias imprevisibles.

La intromisión turca, aunque solo fuere para adquirir protagonismo y posesionarse en un nuevo escenario, puede constituir el empuje decisivo hacia el abismo.

Además, trae al primer plano el recuerdo del genocidio que perpetró el imperio otomano contra los armenios durante la Primera Guerra Mundial, con un saldo de entre 1,5 y 2 millones de hombres, mujeres y niños asesinados y que, por cierto, la Turquía moderna se resiste a reconocer.

Está visto, sin embargo, que ese tipo de consideraciones no detiene al cada vez más dictatorial y alucinado mandatario turco, sino, tal vez, todo lo contrario.


• El autor es descendiente de víctimas del genocidio armenio