El arte de lo posible
Colombia tiene una larga historia de violencia política. Durante los siglos XIX y XX, los partidos Liberal y Conservador se enfrentaron en guerras feroces que dejaron centenares de miles de muertos y millones de desplazados. Así, en el período conocido como La Violencia, entre 1948 y 1958, murieron más de 200,000 personas. Para ponerle fin, los bandos enfrentados llegaron a un acuerdo que permitió alcanzar la gobernabilidad.
Unos años después, en 1964, un grupo liderado, entre otros, por Manuel Marulanda Velez, alias “Tirofijo”, creó una organización, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), y se alzó en armas bajo banderas comunistas, abriendo un conflicto que ha dejado más de 260,000 fallecidos y 6 millones de desplazados.
Recién ahora, transcurridos otros 52 años, se cierra ese sangriento capítulo, con la firma del acuerdo de paz en la ciudad de Cartagena, por el presidente Juan Manuel Santos y el actual jefe de la agrupación subversiva, Rodrigo Londoño, conocido como “Timochenko”, lo que debería ser ratificado por la población en el referéndum del 2 de octubre, de acuerdo a lo que indican las encuestas al momento de escribir estas líneas.
Antes de llegar a este punto, se dieron diversos acercamientos y procesos de negociación bajo sucesivos mandatarios, pero que no llegaron a buen puerto. Ciertamente, los fuertes golpes propinados por las fuerzas armadas a las FARC, durante las gestiones de Alvaro Uribe y el actual inquilino de Nariño, crearon las condiciones para que, ahora sí, las conversaciones rindieran frutos. Ello, a su vez, fue posible gracias a la modernización del aparato bélico estatal y el lanzamiento del Plan Colombia con apoyo norteamericano, bajo la presidencia de Andrés Pastrana.
Sin embargo, más que euforia, muchos colombianos que apoyan el acuerdo sienten una mezcla de satisfacción y de amargura por el alto precio pagado por la tan anhelada paz, en particular en lo que se refiere a las penas bastante benignas contempladas como castigo por los crímenes atroces perpetrados por los miembros de las FARC, y la perspectiva de que éstos puedan hacer política legalmente con el apoyo del Estado.
Aquí viene a cuento el viejo aforismo según el cual “la política es el arte de lo posible”. Las negociaciones han durado seis años, incluyendo la fase secreta previa a las reuniones en La Habana, según el dicho del presidente Santos. Desde la orilla de los que rechazan el acuerdo se sostiene que, al habérselas debilitado gravemente, se podía imponer a las FARC casi una rendición incondicional, o, en todo caso hacerles concesiones mínimas. En cambio, el cálculo del gobierno fue que la guerra podía durar todavía varios años, con las consiguientes pérdidas de vidas humanas y económicas, entre otros efectos. En esa perspectiva, era inevitable ser más concesivo y el resultado final es lo menos malo que se podía obtener.
En todo caso, para hacer pasar, por lo menos en parte, el trago amargo del alto precio, se tendrá que avanzar rápidamente en la aplicación de las diversas disposiciones, en particular, aquellas que permitan recuperarse y desarrollarse a las regiones más afectadas por el conflicto. Ello, por cierto, además de acabar con los otros grupos violentos, sin lo cual no se podrá hablar de una verdadera paz.